En casi todo el mundo en desarrollo, la inversión en educación se ha traducido en un aumento acelerado de la cobertura educativa. Pero en la mayor parte de los casos, esta inversión no ha tenido todavía un impacto importante en los aprendizajes. Más que una crisis de escolaridad, hoy en día enfrentamos una crisis de aprendizajes. A pesar de las notorias mejoras en países como Vietnam, Colombia o Perú, millones de niños salen de la escuela cada día sin saber leer un párrafo o hacer una resta simple de dos dígitos.
Los sistemas educativos son muy complejos. Tienen que proveer un servicio de calidad, día tras día, a millones de niñas y niños. Sin duda, esto no es una tarea fácil, especialmente si tienen como objetivo asegurar que todos tengan la oportunidad de acceder a una buena educación, aún en contextos de gran diversidad cultural, geográfica y socioeconómica. Pero una reforma que apunte a un servicio de buena calidad para todos los niños y jóvenes no es imposible. Diversos países lo han logrado. Algunos se demoraron décadas, como son muchos de los miembros de la OECD. Otros lo hicieron en menos de 20 años, como es el caso de Corea. En 1945, era un país pobre y devastado por la guerra, donde casi el 80% de la población era analfabeta. Hacia finales de los sesenta, en sólo 20 años, ya tenía un sistema educativo decente, con tasas de analfabetismo de menos de 15%. Hoy en día, es un sistema excepcional.
Una reforma educativa exitosa requiere de al menos tres elementos:
Primero, es necesario contar con políticas o programas razonablemente bien diseñadas. Digo “razonablemente” porque una política perfectamente bien diseñada no existe. Por ejemplo, en base a elementos teóricos o aprendiendo de prácticas de otros países, se puede diseñar un nuevo método pedagógico, o mecanismos de incentivos para que los maestros focalicen su trabajo en el aprendizaje. Pero sólo al momento de ejecutar, se pueden hacer todas las adecuaciones necesarias dado el contexto institucional y administrativo específico del país en que se implementa. Por eso, un buen diseño requiere que se genere la información necesaria para evaluar si la implementación es adecuada y para identificar los impactos, de modo que el diseño se vaya perfeccionando. Esta capacidad de aprendizaje y adaptación es crítica.
Segundo, se necesita capacidad de implementación de las instituciones a cargo y, por tanto, de las personas que en ella trabajan. La capacidad de implementación de los países depende mucho de la calidad del servicio civil, y de las estructuras de incentivos de los ministerios. Se necesitan cuadros multidisciplinarios que tengan la formación técnica y gerencial necesaria para implementar programas, además de profesionales con compromiso, que tengan un sentido claro de la trascendencia de su misión.
Profesionales como los que conocí cuando era Ministro de Educación del Perú. Un sábado, en marzo de 2016, un asesor de mi despacho fue al Ministerio a las 11 de la noche para recoger un video que se debía enviar a los maestros por el inicio de clases el siguiente lunes. Se encontró con unos 20 muchachos, muy jóvenes, que estaban verificando a qué escuelas había llegado el material escolar necesario para iniciar clases y dónde faltaba. Mi asesor llamó y me dijo “Ministro, aquí en el Ministerio hay un equipo trabajando como si fuera lunes por la mañana”. Le pedí que los pusiera en el altavoz de su teléfono, y desde la sala de mi casa, les pregunté acerca de la tarea que realizaban. Tras escucharlos, les agradecí por su compromiso con la educación y por su dedicación. Una de las jóvenes, Jessica, me interrumpió diciendo “No Ministro, nada que agradecer. Estamos aquí cambiando vidas”. Tenía razón. Esos son los burócratas que han interiorizado la trascendencia de su misión.
Esa capacidad de implementación a nivel de las autoridades nacionales y locales, varía muchísimo de país a país. En muchos casos, es la principal restricción para el éxito de las reformas. Por tanto, se requiere de un esfuerzo explícito, de mediano plazo, orientado a formar burocracias calificadas y comprometidas con su misión.
En tercer lugar, se necesita alineamiento político alrededor de la implementación de los distintos aspectos de la reforma educativa, de modo que la acción de todos los actores relevantes esté permanentemente centrada en los aprendizajes de los estudiantes. El logro de una reforma educativa debe ser una meta que una al Ejecutivo, la opinión pública, los sindicatos, el periodismo, los maestros, el empresariado, el parlamento, las autoridades locales y los padres de familia. Sin embargo, como se plantea en el último Reporte Mundial de Desarrollo del Banco Mundial, muchas veces hay intereses que están divorciados de los aprendizajes: políticos pueden estar interesados en beneficiar a grupos específicos sin poner delante los intereses de los alumnos. Sindicatos pueden buscar cuotas de poder al interior del gremio e influencia política, sin considerar los efectos de sus acciones sobre el bienestar de los chicos. Burócratas pueden tratar de proteger cuotas de poder. Maestros pueden estar enfocados en sus empleos y su estabilidad laboral. Proveedores de servicios pueden centrarse en sus ganancias, presionando por soluciones que no son las mejores para las escuelas.
La alineación de todos los actores, en una coalición de largo plazo que tenga al aprendizaje y la educación de calidad para todos como el único elemento que guíe sus acciones, es fundamental para sostener reformas educativas, que siempre son reformas de largo aliento. Lo positivo es que este alineamiento complejo y a veces inestable, se puede dar, y hay periodos de la historia en que se ha dado en múltiples países en desarrollo. El reto es que no sean la excepción, sino la regla.
Cuando se logran conjugar esos tres factores: diseño adecuado, capacidad de implementación y alineamiento político de todos los actores, se logra avanzar en el aprendizaje de los estudiantes de un país. Quizás el elemento más importante para determinar el futuro de una nación.
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