No hay duda que los rankings se han convertido en una parte significativa del panorama de la educación superior en los ámbitos local y global. En este escenario, los rankings han crecido en importancia y han proliferado de maneras inimaginables toda vez que la comercialización de los mismos ha llevado a un alto grado de sofisticación de las compañías y organizaciones que se dedican a su elaboración y difusión. Hoy en día es evidente que los rankings juegan un papel no menor en contribuir a formar opiniones de los actuales y futuros estudiantes, padres de familia, empleadores y gobierno, en torno a la calidad de las instituciones de educación superior.
Sin embargo, el surgimiento de esta obsesión por los rankings es, al mismo tiempo, motivo de preocupación legítima acerca de su uso inadecuado, especialmente cuando son utilizados meramente con fines promocionales o, aún más grave, cuando se convierten en el principal motor de decisiones de política de los gobiernos y de las instituciones de educación superior. En la actualidad es común observar políticas y programas de gobiernos dedicados por completo a lograr que alguna o algunas de sus instituciones alcancen una posición prominente en los rankings. Existe inclusive el caso de instituciones de educación superior en las que hasta el salario de sus autoridades está ligado al éxito en la mejoría en los rankings. Eso hace pensar que quienes diseñan estas iniciativas parecen estar más preocupados con la posición de sus universidades en los rankings que en la relevancia de la aportación que hacen las mismas al desarrollo local. Asimismo, algunas veces estas acciones se traducen en la transferencia masiva de recursos financieros a alguna o algunas instituciones de educación superior, limitando con ello el apoyo al resto de las instituciones. Si los rankings se convierten en una meta más que en un medio para mejorar la educación superior, esto debe llamar a la reflexión sobre si se está siguiendo el camino correcto. Darle excesiva importancia al tema de los rankings, tanto por las autoridades de las instituciones de educación superior como por los gobiernos, debe ser motivo de preocupación y alerta.
Obviamente no todo es malo. Es evidente que los rankings tienen un valor cuando sirven como referencia y base para la comparación. Al final de cuentas, el hecho de que se hagan comparaciones sistemáticas entre pares tiene ventajas importantes. Sin embargo, es inadecuado equipararlos como un sinónimo de la calidad y relevancia de las instituciones de educación superior. Usarlos como una especie de sello de garantía de la calidad no es precisamente una buena idea. No debemos olvidar que, al final de cuentas, cualquier ranking es un agregado arbitrario de indicadores que han sido seleccionados de manera unilateral por las empresas u organizaciones que hacen los rankings para medir lo que ellas mismas han decidido que deben ser los elementos que hacen que una institución de educación superior sea considerada como “buena” o “mala”.
Quienes están a favor del uso de los rankings –especialmente los que se dedican a hacerlos y promoverlos- pueden argumentar que en ausencia de sistemas sólidos y comparables de información, los rankings son la mejor opción para determinar la calidad de las instituciones de educación superior. Sin embargo, bien señala la conseja popular que “del dicho al hecho, hay mucho trecho”. Esta visión pre-definida del ideal de una universidad no siempre logra tomar en consideración importantes diferencias contextuales, toda vez que tiende a imponer una visión unilateral –casi siempre la de una universidad tradicional enfocada a la investigación- que no es necesariamente la visión de educación superior que mejor responde a las variadas necesidades de las comunidades en donde tales instituciones están ubicadas.
Otra dimensión que los rankings intentan medir es la del “prestigio” de las instituciones mediante la recolecta de opiniones (que desafortunadamente no siempre son las más competentes u objetivas) de los empleadores, expertos de temáticas relacionadas y/o egresados. Como habría de esperarse, los encuestados tienden a favorecer ciertas instituciones independientemente de la calidad específica de sus programas académicos, muchas veces sólo guiados por la fama o reconocimiento que las precede. Debido a ello tienden a quedar de lado otras instituciones y programas que no tienen la misma “fama” pero que están haciendo un aporte significativo a la sociedad mediante la formación del tipo de profesionales que son requeridos en la economía local y regional.
Esto también significa que una institución que no es tan selectiva en sus procesos de admisión y que tiende a atender a estudiantes de bajos antecedentes socioeconómicos y académicos, con toda seguridad quedará fuera de los rankings no obstante que el “valor agregado” que provee a sus estudiantes puede ser proporcionalmente más alto que el que aportan a sus alumnos las instituciones altamente selectivas que por ese hecho ya tuvieron la oportunidad de aceptar sólo a estudiantes con mejores antecedentes académicos. Lo mismo sucede con instituciones cuyo principal énfasis es en la docencia, en lugar de la investigación.
De manera similar, la conveniencia de medir el prestigio de una institución de educación superior con base en el tipo de empleos que tienen sus egresados, es también motivo de escepticismo. Jenny Martin, profesora de Biología de la Universidad de Queensland en Australia, ha descrito esto de manera objetiva: “Los rankings internacionales tienen como objetivo identificar los mejores lugares para trabajar, pero ninguno de ellos evalúa la importancia de indicadores tales como satisfacción en el empleo, adecuado balance entre el trabajo y la vida privada, equidad de oportunidades de empleo, etc.”
Un enfoque alternativo que está siendo explorado en varios sistemas de educación superior busca propiciar que las instituciones hagan “benchmarking” en un proceso que facilita recopilar información entre las mismas para luego permitirles comparar aspectos de sus operaciones o indicadores con instituciones pares. Este es un enfoque más proactivo que el proceso, en ocasiones depredador, asociado con los rankings. El enfoque de benchmarking permite a las instituciones hacer comparaciones relevantes basadas en sus propias necesidades. Las instituciones participantes en un ejercicio de benchmarking aceptan compartir información sabiendo que se preserva su privacidad al mismo tiempo que les permite compararse con las demás. Al hacer benchmarking hay algunos elementos que forman parte de los insumos que son utilizados al hacerse rankings pero permite a las instituciones diseñar comparaciones de su propio desempeño en un aspecto en particular con relación a las demás. Esto ayuda a las instituciones a definir de mejor manera su propio nicho y les reduce la presión para tener que emular la definición unilateral ajena de lo que es una buena institución.
Un buen ejemplo es el Proyecto de Gobernanza y Calidad de Universidades que acerca a más de 100 instituciones de educación superior en siete países de la región del Medio Oriente y Norte de África. Bajo la coordinación del Banco Mundial y el Centro para la Integración Mediterránea, esta iniciativa busca mejorar la gobernanza y apertura de las instituciones participantes mediante el desarrollo de capacidades para mejorar y monitorear su desempeño con base en evidencia y con un enfoque incluyente y compartido.
Las instituciones participantes pueden comparar su desempeño individual con sus pares en temas relacionados con la gobernanza, la calidad y la gestión institucional. Varias de las instituciones participantes en este proyecto además han desarrollado planes de acción para mejorar su desempeño. De manera similar, hay iniciativas diseñadas para compartir información interinstitucional que se han puesto en marcha en África y en India.
Sería ingenuo pensar que los rankings dejarán de ser importantes en el futuro. Sin embargo, aún reconociendo que “han llegado para quedarse”, al mismo tiempo debemos estar conscientes de sus múltiples limitaciones, el sesgo que resulta de la información que aportan y el uso a conveniencia que hacen de los mismos las instituciones y gobiernos. Al final de cuentas lo importante es guiar decisiones con evidencia sólida y comparable y, en ese sentido, los rankings deben ser vistos como una fuente más de información pero no como la única.
Una versión previa de este texto fue publicada originalmente en la Revista Higher Education in Russia and Beyond.
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