Recuerdo mi viaje a Nicaragua como si fuera ayer. Estaba inspeccionando una obra vial cuando me di cuenta que no caminaba sobre el típico asfalto que suele haber en este tipo de obras. Estaba parado sobre bloques de hormigón mejor conocidos como adoquines.
Había visto esta clase de pavimento en muchas ciudades, pero nunca en zonas rurales ni en tramos largos.
Me sorprendió la calidad del trabajo, era tan excepcional que pensé que tal vez el responsable era algún contratista. Los bloques se intercalaban de una manera preciosa y el camino tenía la curvatura adecuada hacia ambos lados, para drenar el exceso de agua. Los drenajes laterales también estaban bien construidos.
Descubrí mi error cuando nos contaron que los adoquines habían sido instalados por los propios residentes, agrupados en una asociación comunitaria conocida como Módulos Comunitarios de Adoquinado (MCA). De hecho, los jefes eran el alcalde y estas asociaciones, e incluso el contratista encargado del movimiento de tierra les rendía cuentas.
Además, los costos eran más bajos, puesto que por su mayor interés en conseguir buenos resultados, no había necesidad de obtener ganancias ni de cubrir gastos generales. Quedé fascinado con este modelo de adoquines.
El ingeniero que hay en mí comenzó a hacer preguntas de inmediato: ¿Por qué no usaron asfalto? ¿Por qué se les asigna a los lugareños una tarea tan importante? ¿Por qué usaban adoquines, un material típico de las calles en la ciudades, en largos caminos rurales?
En mi afán por obtener respuestas llegué a algunas conclusiones importantes: no hay una receta única en materia de obras viales, lo que funciona en un país no necesariamente tiene que funcionar en otro. La prestación de servicios de infraestructura tiene que ir más allá de las soluciones en serie y considerar el contexto del país, la disponibilidad de materiales, las necesidades de equipamiento y la mano de obra. Y más importante aún, se deben tener en cuenta aspectos como la inclusión social y la participación de la población local no sólo en la priorización de las obras sino en la colaboración para hacerlas realidad.
Los adoquines dan un sentido de pertenencia, a diferencia de lo que he visto en otros sitios. Todos querían lo mejor porque este era “su” camino. Los costosos bloques quedaban apilados a los lados del camino durante la noche y nadie intentaba robarlos. Jóvenes que habían estado desempleados tenían ahora la oportunidad de poner un pie en el mundo laboral o al menos, de obtener habilidades técnicas valiosas.
En muchos otros viajes similares por todo el país tuve la oportunidad de escuchar distintos relatos: alcaldes que decían que el camino era lo mejor que le había pasado a su pueblo; niños que ya no tenían que caminar por el fango para llegar a la escuela; personas que ya no inhalaban polvo cada vez que pasaba el autobús conducido por transportistas, quienes ya no debían esperar que el clima mejorara o sacar el vehículo atascado mientras perdían productos valiosos y perecederos como la leche.
Deben existir cientos de historias que no alcancé a escuchar pero imagino que están detrás de esos rostros sonrientes y orgullosos que andan por los caminos de adoquines de Nicaragua.
Únase a la conversación