Hay muchas maneras de pensar en la desigualdad de ingresos. Uno puede, por ejemplo, considerarla dentro de los límites de un determinado país y preguntar cómo se distribuye el ingreso hoy entre los 198 millones de ciudadanos de Brasil. También es posible mirar el ingreso promedio per cápita de todos los países del mundo (o de una región del mundo) y preguntar: ¿cuán desiguales son las diferencias de ingresos entre los países en un momento determinado en el tiempo? Podemos pensar en esto como desigualdad internacional. Uno también se puede abstraer de los límites nacionales y de los conceptos de ciudadanía, ver el mundo como una familia humana, y preguntar: ¿cómo se distribuye la renta entre sus 7000 millones de personas? A esto se lo puede llamar la desigualdad global de los ingresos.
Uno de los resultados más interesantes —y sorprendentes— que surgen de los datos sobre la desigualdad global de los ingresos es que aunque los coeficientes de Gini (un índice compuesto que mide la desigualdad) han aumentado constantemente desde 1950 (véase el cuadro arriba, para un grupo de 130 países que representan la mayor parte de la población mundial), cuando uno mira a los países de altos ingresos (en gran parte, la OCDE), los coeficientes de Gini han bajado rápidamente en realidad y tienen, hoy en día, aproximadamente la mitad de sus niveles de comienzos de la década de 1950. En otras palabras, ha habido un proceso masivo de convergencia entre los países ricos. De hecho, existe evidencia empírica que sugiere que esta convergencia probablemente data de por lo menos la década de 1870, si es que no antes. Esta convergencia es altamente significativa dado que estos son los países que han estado en el centro del capitalismo global y que han encabezado el proceso de globalización. Estos son los países que han avanzado más en abrir sus economías el uno al otro. En efecto, gran parte de la liberalización comercial de posguerra que tuvo lugar en el contexto del GATT fue de naturaleza interna de la OCDE, quizás el ejemplo más sobresaliente de ella es la apertura que se produjo como consecuencia de la expansión de la UE; más libre comercio y mayores ingresos se encuentran en el corazón de la evolución de posguerra de estos países. También es probable que, al menos en lo que respecta a la UE, las desigualdades de ingresos entre sus miembros se han reducido ya que estos países han puesto en marcha mecanismos para reducir las disparidades de ingresos dentro de la región mediante un generoso sistema de transferencias de dinero desde los países más ricos a los más pobres; durante los primeros años de pertenencia a la UE, España y Portugal recibieron el equivalente al 5% del PIB en transferencias anuales.
Vale la pena mencionar otras dos características de los datos que muestra el gráfico: (i) el nivel muy alto de desigualdad del ingreso mundial, para lo cual tenemos unas pocas observaciones discretas que muestran altísimos coeficientes de Gini, flotando alrededor de 0,70, y (ii) la desigualdad internacional ha mejorado durante la última década, reflejando el impacto de las altas tasas de crecimiento económico en China y, en menor medida, en India.
¿Cuál es el problema, desde una perspectiva de desarrollo, con las grandes brechas de ingresos? En primer lugar, mientras más grande la brecha, más difícil el salto. Si ponerse al día se percibe como “altamente improbable durante mi vida”, entonces emergen incentivos para hacer otro tipo de saltos, que conducen a la migración (legal o no), a la fuga de cerebros y a la pérdida permanente de talento nativo. Además, quedarse muy a la zaga crea un contexto difícil para la implementación de políticas sólidas. Las poblaciones de los países pobres pueden calcular con facilidad —debido al poder de las tecnologías de la comunicación— cuán atrasados están respecto al resto del mundo, especialmente a las economías ricas del mundo industrial. Es probable que esto cree expectativas no realistas sobre la posibilidad de ponerse al día y, a su vez, obligue a los gobiernos a inclinarse por un camino populista, en vez del camino deliberado, gradual y a veces difícil que eligen los pocos casos de éxito de movilidad ascendente de ingresos. “La tardanza es la madre del mal gobierno”, es como lo describe el profesor de Harvard David Landes. Al utilizar el sustantivo “tardanza”, se refiere al ingreso tardío en el proceso de desarrollo, capturado por un bajo ingreso per cápita.
Al menos parte de nuestro serio problema de desigualdad parece reflejar una enorme mala asignación de recursos. Tenemos cerca de 800 millones de analfabetos en el mundo, 530 millones de ellos son mujeres; un gran segmento de la población mundial tiene así limitado acceso a las herramientas más esenciales para abrir el camino hacia la prosperidad: el conocimiento y el acceso amplio a la información. Pero gastamos cerca de US$2 billones anualmente subsidiando los hábitos de conducción de las clases medias del mundo; un 61% de los beneficios de los subsidios a la gasolina van al segmento más rico de la población, lo que constituye una de las políticas más regresivas en el planeta. En efecto, estos subsidios son tan considerables, que también contribuyen de manera tangible a acelerar el cambio climático.
Es importante contrastar esto, por ejemplo, con la inversión en educación para las niñas, un poderoso motor de avance para las mujeres, con múltiples efectos beneficiosos para el desarrollo. Tomar los recursos que ahora se destinan a subsidios de energía y reasignarlos para enseñarles a leer y escribir a 800 millones de analfabetos liberaría unos US$2400 anuales por persona: una cantidad vergonzosa de riqueza.
Lamentablemente, parecería que en muchos países las altas tasas de analfabetismo no son necesariamente una consecuencia de la pobreza o de la falta de recursos. No. Son una opción política que los gobiernos han adoptado, con resultados perturbadores para la distribución del ingreso y las oportunidades.
Existe mucha preocupación en el mundo hoy sobre la desigualdad de los ingresos altos y las disfunciones sociales asociadas. Hay amplio consenso internacional en el sentido de que deberíamos hacer algo al respecto. Los números citados anteriormente sugieren por lo menos un rumbo claro abierto para empezar a lidiar con este problema de una manera eficaz. Como suele ser el caso, si se tiene la voluntad política de hacer las cosas bien, no hay escasez de soluciones sensatas.
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