El hambre es algo que conocí demasiado bien como adolescente durante los terrible años del conflicto de la Guerra Civil de Nigeria, también conocida como Guerra de Biafra.
Mi familia entonces –como les ocurre a muchas familias durante la guerra– lo perdió todo. Comer cada día se transformó en un signo de interrogación. Vi a muchos niños morir de kwashiorkor y de otras enfermedades porque no tenían suficiente comida.
Ahora, muchos años después y con la seguridad de que tengo comida en la mesa cada noche, cuando leo acerca de los precios volátiles y crecientes de los alimentos recuerdo la desesperación y el vacío que significaba el hambre cuando era un adolescente.
La pura estadística hoy del número de gente hambrienta –casi 1.000 millones de personas se acuestan con hambre cada noche– no le hace justicia al impacto emocional y físico de una persona que no tiene suficiente que comer. No le hace justicia a la situación que afecta al 60% de las personas que padecen hambre en el mundo: las mujeres.
El fantasma de 2008 reaparece hoy en el debate actual sobre los alimentos: fue en 2008 cuando las punzadas en el estómago sirvieron como combustible para el descontento. Ese año debería servirnos como nuestra luz de advertencia mientras consideramos los pasos que necesitamos dar para asegurar que esta y la siguiente generación tengan suficiente comida.
Los precios de los alimentos no solo están subiendo, también son volátiles y se espera que esta inestabilidad continúe durante algún tiempo.
La incertidumbre acerca de los valores –provocada en parte por los impactos climáticos– solo ha servido para ayudar a subir los precios.
Sabemos que hay medidas que se pueden tomar para ayudar a poner los alimentos en las manos de los más necesitados. Primero, y sobre todo, es preciso invertir más en productividad agrícola y en producción. En los últimos dos años, países como Burkina Faso y Malawi han demostrado esto y han duplicado su producción, lo que les ha permitido pasar de ser importadores a exportadores de alimentos.
En segundo lugar, necesitamos mayor inversión en infraestructura, de modo que los agricultores no pierdan la mitad de su producto tratando de llegar con sus bienes al mercado. Los agricultores y otros también necesitan contar con herramientas de manejo del riesgo para enfrentar mejor la volatilidad de los precios. Un mejor pronóstico del tiempo también ayudaría a planificar con antelación. Además, se requiere mayor transparencia: más información acerca de la calidad y de la cantidad de las reservas de granos.
En tercer lugar, sabemos que la agricultura debe ser administrada de una manera sostenible y que los agricultores deben enfrentar el tema del cambio climático controlando las emisiones que se producen en dicho sector.
También tenemos que cuidar a aquellas personas que son especialmente vulnerables a los impactos devastadores del hambre: las mujeres embarazadas o que están amamantando y los niños (especialmente, los menores de 2 años).
El Banco Mundial ha estado trabajando en muchas de estas áreas, pero se necesita hacer mucho más. Cuando se sabe tanto de lo que se necesita hacer, y con el beneficio de la historia, todo se reduce a una simple pregunta: ¿Qué estamos esperando? Urge una acción global para poner a los alimentos en primer lugar.
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