Visitar una prisión es una experiencia que no deja indiferente. Tras los exhaustivos controles de seguridad, uno se encuentra en medio de un mar de historias personales –muchas de ellas, trágicas-, y los datos estadísticos toman nombre propio. La vida en prisión es mucho más difícil de lo que imaginamos: disciplina horaria férrea, celdas compartidas con hasta 20 desconocidos y miradas cuyo horizonte termina en un perímetro de seguridad.
No es nada nuevo afirmar que, en la mayoría de los penales de América Latina, la situación es penosa. El hacinamiento y la falta de estrategias de salud son, además de la corrupción y la ausencia de planes de resinserción efectivos, algunos de los desafíos a los que se enfrentan las autoridades a lo largo y ancho de la región.
En Perú, por ejemplo, la sobrepoblación penitenciaria es del 215%, por encima del 168% de Brasil o el 146% de Chile. El incremento de las penas y la disminución de beneficios penitenciarios para algunos delitos han duplicado la población penitenciaria desde 2005, sin apenas variar la capacidad de albergue.
Si a esto añadimos que uno de cada tres internos, cuando entra al penal, lo hace al menos por segunda vez, podríamos pensar que las actividades encaminadas a la reinserción tienen todavía mucho margen de mejora.
Y es que, como parte de una estrategia de prevención del delito, el principal objetivo del cumplimiento de una pena privativa de libertad es administrar el retorno a la comunidad de los que delinquen, previniendo la reincidencia y contribuyendo a garantizar así la seguridad pública. Por eso hay que preocuparse de lo que pasa en nuestras cárceles, más aún en países con altas tasas de criminalidad.
En materia de salud penitenciaria también hay mucho por hacer. En 2013, en los establecimientos penitenciarios de Perú fallecieron 166 internos, siendo una de cada tres muertes a consecuencia de la tuberculosis o de infecciones respiratorias. Las autoridades sanitarias, en sus estrategias globales de salud, necesitan visibilizar a la población reclusa y considerar en sus análisis los flujos infecciosos entre quienes están dentro y fuera de un penal, a través principalmente de las visitas de familiares.
Poner en agenda la importancia de prestar atención a lo que pasa en los penales, desde una perspectiva de inclusión social y de prevención de la delincuencia, fueron los objetivos del proyecto piloto “Mejorando la Empleabilidad en el Penal de Cusco”, financiado por una donación del Banco Mundial.
Este proyecto, que es la primera iniciativa en cárceles del Banco Mundial en Latinoamérica, capacitó a 85 jóvenes del penal de Quencoro, en Cusco, y promovió la participación del sector privado en el proceso de resocialización de los internos. Llevar a escala la iniciativa en los 68 penales del país -en muchos de los cuales ya funciona este tipo de “escuelas – taller”-, podría ser un buen siguiente paso.
En Quencoro, los internos aprenden un oficio, se forman y trabajan para ayudar a sus familias y tener un futuro con mayores garantías. Proveer de oportunidades a los que están privados de su libertad puede tener un gran impacto sobre sus familias, que están generalmente en una situación de alta vulnerabilidad y estigmatización. En muchos casos, además, el principal ingreso económico de las familias proviene del trabajo que desarrollan los internos en el penal.
Perú, a través del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), ha emprendido recientemente el camino para disminuir el hacinamiento y mejorar las condiciones de sus establecimientos penales. La idea es evitar que una parte de sus ciudadanos se vea atrapada en un espiral de integración social fallida y, además, contribuir a una sociedad más inclusiva y segura. Ha llegado la hora de los penales.
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