Publicado en Voces
Sumaiya lee en su casa en el barrio marginal de Sujat Nagar en Bangladesh.
Sumaiya lee en su casa en el barrio marginal de Sujat Nagar en Bangladesh.

El filme Parásitos, ganador de la Palma de Oro a la mejor película en el Festival de Cannes de 2019 y del Premio Oscar a la mejor película en 2020, es una comedia de humor negro sobre una familia pobre que vive en un departamento oscuro y estrecho ubicado en un semisótano húmedo en Seúl, una situación que refleja la cotidianeidad de cientos de miles de habitantes de esta ciudad (i) sudcoreana que atraviesan por problemas financieros. La familia inventa un elaborado plan, a menudo graciosísimo, para mejorar sus condiciones de vida. El caos se hace presente, y también la desigualdad en materia de vivienda.

Pero, esto no es materia de risa para miles de millones de personas que viven en condiciones similares o peores en todo el planeta. A medida que el mundo lucha contra la pandemia de COVID-19 sin precedentes, más de 2000 millones de habitantes aún no tienen acceso a un retrete y miles de millones no pueden ni siquiera lavarse sus manos en casa.  Mientras tanto, los desastres y el cambio climático están destruyendo un número cada vez mayor de viviendas, dejando sin hogar a unos 14 millones de personas anualmente (i).

Los Gobiernos en todo el mundo ya hacen esfuerzos para subsanar el déficit habitacional, asociándose con el sector privado para construir nuevas viviendas. En la mayoría de los países en desarrollo, sin embargo, dos de cada tres familias (i) simplemente necesitan una casa de mejor calidad, y no una construcción nueva.

La baja calidad de las viviendas no solo pone en riesgo la salud y las vidas de las familias pobres, sino también afecta su salud mental,  un problema que recibe poca atención —y financiamiento— al momento de formularse políticas de vivienda. De hecho, estudios han mostrado que vivir en casas inadecuadas y peligrosas y en condiciones de hacinamiento tiene, al menos, tres importantes consecuencias en la salud mental:

  1. La mala calidad de la vivienda disminuye la autoestima.  En muchas culturas, la identidad personal se asocia estrechamente con lo bien que vive la gente. La casa se ha convertido en un medio de autoexpresión e identidad propia. Las malas condiciones de la vivienda no solo afectan la salud física, sino también dañan la autoestima (PDF, en inglés). Por el contrario, es probable que las mejoras en la vivienda (i) aumenten la confianza en uno mismo.
  2. La mala calidad de la vivienda sube los niveles de depresión y estrés, llegando a provocar violencia doméstica.  Vivir en condiciones de hacinamiento, además de limitar la privacidad, aumenta el riesgo de crear tensiones familiares, hasta el punto de llegar a la violencia doméstica. Estudios (PDF, en inglés) sobre hogares en que viven muchas personas revelan que se produce un incremento de conflictos entre las parejas y entre los hermanos. Los altos costos de la vivienda son también un problema importante, ya que uno de cada cuatro adultos (i) sufre de estrés a causa de la obligación de pagar el arriendo o la hipoteca de su casa.
  3. La mala calidad de la vivienda aumenta las probabilidades de sufrir trastorno por estrés postraumático  (PTSD, por sus siglas en inglés). Las familias que sobreviven a desastres experimentan con frecuencia un PTSD grave, no solo debido al trauma de la situación, sino también al desplazamiento (i) que suele producirse después de una catástrofe. De hecho, alrededor de una cuarta parte de los sobrevivientes de un terremoto (i) sufre de PTSD. El impacto mental y emocional de terremotos altamente devastadores ha sido denominado “el otro desastre invisible” (i), tal como lo vivieron muchas personas durante el terremoto de Haití de 2010 que causó más de 200 000 muertos y el terremoto de Nepal de 2019 que dejó a 700 000 personas sin hogar. Con la reconstrucción por sí sola no se puede recuperar lo que se perdió.

Invertir en vivienda de alta calidad y asequible antes de un próximo desastre puede salvar vidas y proteger el bienestar físico, mental y financiero de las familias.  ¿Qué pueden hacer las ciudades para mejorar las condiciones de vivienda y construir comunidades más saludables para todos? Estas son tres ideas:

En primer lugar, apoyar las mejoras en la vivienda para lograr mejores resultados de salud. Reparaciones simples y relativamente baratas, tales como instalar rejillas en las ventanas (i) para combatir el paludismo transmitido por mosquitos e invertir en aislante contra el frío y el calor, pueden marcar una gran diferencia. Estudios (i) han mostrado que eliminar los pisos de tierra reduce considerablemente la diarrea infantil y las infecciones parasitarias y, al mismo tiempo, disminuye el estrés entre las madres. Las empresas están empezando a atender estas necesidades. En Rwanda, por ejemplo, algunos emprendimientos (i) ya están pavimentando los pisos de tierra para detener la propagación de enfermedades.

En segundo lugar, construir edificaciones más sólidas y resilientes. Como dice la frase, “los terremotos no matan a la gente; los edificios lo hacen”. Los programas de mejoras de la vivienda deben abordar inmediatamente las deficiencias estructurales antes de que ocurra el próximo desastre. Hay disponibles nuevas tecnologías para identificar los edificios en riesgo y aplicar medidas preventivas. Si los algoritmos de aprendizaje automático pueden ayudar a los oncólogos a detectar el cáncer, con seguridad pueden propulsar los esfuerzos de incluso los mejores ingenieros para identificar estructuras vulnerables.

En tercer lugar, modernizar los vecindarios para hacer que las ciudades sean un mejor hábitat para todos. Se sabe que mejorar la infraestructura a nivel de los vecindarios en comunidades pobres tiene impactos positivos en la salud (i). Además de mejoras sencillas, los planificadores urbanos deberían aumentar el acceso de las poblaciones de bajos ingresos a zonas verdes y espacios públicos, que han demostrado tener un efecto significativo en la salud mental (i). Aunque los presupuestos de vivienda son insuficientes, los Gobiernos deberían incluir como factor en los costos sociales las condiciones de vida deficientes que enfrentan los niños, cuyo potencial puede verse bloqueado por el hacinamiento, la violencia doméstica y la depresión. Con el fin de aumentar el bienestar comunitario, países como México y Colombia (i) están dando el ejemplo con programas en curso para integrar y empoderar a grupos marginados, incluidos migrantes y refugiados.

Una vivienda segura y asequible es un derecho universal. Es también esencial para solucionar la cada vez mayor crisis mundial de salud mental, que según expertos (i) podría costar a la larga USD 16 billones a la economía mundial para 2030. A medida que la COVID-19 se propaga por el mundo, nuestras casas pueden proporcionarnos la protección básica que necesitamos para nuestra salud física y mental, solalmente si son seguras y cómodas.  Tanto si miramos el futuro cercano o lejano, es indispensable que los encargados de la formulación de políticas adopten estrategias de vivienda que se focalicen no solo en resolver el déficit habitacional, sino también en mejorar la calidad de las viviendas existentes.

 

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Autores

Luis Triveno

Luis Triveno, Especialista superior en Desarrollo Urbano

Olivia Nielsen

Subdirectora de Miyamoto International

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