Caminé entre los cadáveres de las personas alcanzadas por las bombas. Me agaché y me cubrí de las balas que caían alrededor de mis pies, y casi morí estrangulado a manos de un doliente enfurecido. Era uno de los millones de iraquíes que estaban tratando de sobrevivir a una realidad brutal que nunca parecía terminar.
Todavía no puedo olvidar estas imágenes. Todavía recuerdo el olor de los muertos. Tuve que ir al lugar donde yacía la muerte debido a mi trabajo como periodista. Ese trabajo dejó a muchos periodistas muertos a tiros, entre ellos uno de mis antiguos colegas del Washington Post.
Por satisfactorio que fuera, ese trabajo me “hizo perder” mi país. Tuve que buscar refugio. Los grupos armados habían aprovechado todas las oportunidades para atacar a los periodistas y sus familias, especialmente aquellos que trabajaban para medios de comunicación estadounidenses. Los secuestraron, los torturaron, y pidieron rescates a cambio de sus vidas. Yo no quería que esto le sucediera a mi familia.
Esto pasó en 2005, cuando estaba cubriendo un atentado suicida que arrasó un popular restaurante al lado del río Tigris en Bagdad. (i) Dos horas después de llegar a la escena, todavía había montones de cadáveres. Frente al cuerpo de un hombre muerto había un niño, llorando y gritando: “Papá, por favor despierta”. Me quedé helado. ¿Qué pasaría si se tratara de alguien que conocía? ¿Un hermano o un primo? Regresé al auto. Arrojé mi cuaderno y la lapicera, y lloré. Se acabó, pensé. Tengo que irme. En 2006, postulé a una maestría en Estados Unidos. Creí que las cosas se calmarían durante los dos años que duraba el programa, y que finalmente podría regresar a casa.
Pero la situación empeoró.
En el país, había informes de que los grupos armados seguían atacando a los periodistas. Lo que es peor, estaban secuestrando a graduados en Estados Unidos que regresaban a casa. Se decía que creían que estos estudiantes, como lo era yo, estaban siendo entrenados por el FBI y la CIA y siendo enviados de vuelta para darles caza.
Todo el mundo, incluyendo mi familia, me dijo que no volviera todavía. Durante la misma época, en 2007, mi antiguo colega del Washington Post, Salih Saif Aldin, fue asesinado en Bagdad. (i) Un antiguo amigo y colega del Washington Post, temiendo por mi vida, se ofreció a ayudarme a permanecer en Estados Unidos y me conectó con un abogado para solicitar asilo. Fue entonces que comenzó mi camino de refugiado.
El viaje ha sido largo, agotador y, en muchas ocasiones, triste. Dejar todo atrás fue duro. Comenzar una nueva vida desde cero en un lugar donde no tienes familia o parientes fue lo más difícil que tuve que atravesar. Fue aún más duro, saber que yo estaba por fin a salvo, pero toda mi familia no lo estaba.
Estados Unidos fue lo suficientemente generoso para aprobar mi traslado al país en 2008. Sin embargo, la mayor generosidad que recibí fue del propio pueblo estadounidense. Cristianos, musulmanes, judíos y ateos me dieron la bienvenida en su propio país. Abrieron sus hogares y me hospedaron como un miembro de la familia. Me apoyaron en la búsqueda de empleo después de la graduación. Me enseñaron que Estados Unidos es un lugar para todos. Convirtieron el sueño americano en realidad.
Si el Gobierno de Estados Unidos y el pueblo estadounidense no me hubieran ayudado a reasentarme aquí, probablemente habría sido un cadáver con una bala en la cabeza, en palabras simples un número más de los cientos de miles de víctimas de la guerra.
Pero hoy soy un ciudadano estadounidense, y no podría estar más orgulloso. Con el apoyo de mis compatriotas, tuve la oportunidad de construir una nueva vida desde cero y estar trabajando ahora en el Banco Mundial. Con ese respaldo también pude formar una familia en un ambiente seguro. Los que me abrieron sus puertas hicieron un favor a la humanidad, y yo soy solo uno de los muchos refugiados que fueron acogidos y recibieron ayuda.
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