En los albores del siglo xxi, los líderes mundiales se mostraban optimistas. Resolvieron (i) hacer “realidad para todos el derecho al desarrollo” y poner “a toda la especie humana al abrigo de la necesidad”. Quince años después, animados por el estallido inicial de progreso, fijaron un plazo ajustado: (i) “Resolvemos, de aquí a 2030, poner fin a la pobreza y al hambre en todo el mundo”.
Durante un tiempo, parecía que se avecinaba una era de progreso extraordinario para la humanidad.
Pero no fue así. A medida que el primer cuarto del siglo llega a su fin, está claro que los nobles objetivos de las últimas décadas no se cumplirán. Las previsiones de crecimiento a largo plazo para las economías en desarrollo son las más débiles desde principios de siglo, de acuerdo con la edición más reciente del informe del Banco Mundial Perspectivas económicas mundiales. Sin una mejora sostenida de las tasas de crecimiento, es probable que solo seis de los 26 países de ingreso bajo actuales alcancen la categoría de ingreso mediano para 2050. De aquí a 2030, 622 millones (i) de personas seguirán viviendo en la pobreza extrema. El hambre y la malnutrición seguirán siendo el destino de aproximadamente el mismo número (i).
Las economías en desarrollo, que empezaron el siglo en una trayectoria camino a reducir la brecha de ingresos con respecto a las economías más ricas, se están quedando ahora más rezagadas en su mayoría. La mayor parte de las fuerzas que impulsaron su auge se han disipado. En su lugar han aparecido fuertes vientos en contra: débil crecimiento de la inversión y la productividad, envejecimiento de la población en casi todos los países salvo en los más pobres, aumento de las tensiones comerciales y geopolíticas, y los crecientes peligros del cambio climático.
No obstante, según el nuevo informe, estas economías lograron avances sustanciales en el siglo xxi: inicialmente, crecieron al ritmo más rápido desde la década de 1970. Las economías en desarrollo también adquirieron mayor importancia que a principios de siglo para la economía mundial y, en la actualidad, representan casi la mitad del producto interno bruto (PIB) mundial, mientras que en 2000, la proporción era de solo el 25 %. En resumen, en una generación han transformado el panorama mundial.
La mayor parte de este progreso se produjo en los primeros años antes de la crisis financiera mundial de 2008-09, pero comenzó a disminuir a partir de entonces. En términos generales, el crecimiento económico experimentó una serie de cambios a la baja: del 5,9 % en la década de 2000 al 5,1 % en la de 2010 y al 3,5 % en la de 2020. Desde 2014, con la excepción de China e India, los ingresos per cápita en las economías en desarrollo han sido medio punto porcentual más bajos que el promedio en las economías ricas, lo que ha ampliado la brecha entre ricos y pobres. Las reformas internas se estancaron. La deuda pública alcanzó máximos históricos al dispararse los gastos públicos de capital sin que aumentaran los ingresos. La integración económica mundial se debilitó: como porcentaje del PIB, los flujos de inversión extranjera directa destinados a las economías en desarrollo son hoy solo la mitad del nivel de la década de 2000. Las nuevas restricciones al comercio internacional en 2024 fueron cinco veces más que el promedio de 2010-19.
Las consecuencias fueron mayores para las economías de ingreso bajo, donde viven más del 40 % de las personas que sobreviven con menos de USD 2,15 al día. Estas economías han sido el centro de los esfuerzos mundiales tendientes a poner fin a la pobreza extrema. Sin embargo, su progreso prácticamente se ha estancado en medio de conflictos crecientes, frecuentes crisis económicas y un crecimiento persistentemente débil. A comienzos del siglo xxi, 63 países fueron clasificados como de “ingreso bajo”. Desde entonces, 39 —incluidos India, Indonesia y Bangladesh— han alcanzado la categoría de países de ingreso mediano, lo que significa que su ingreso anual per cápita superó los USD 1145 en 2023. El resto, a los que se sumaron Sudán del Sur y la República Árabe Siria en la década de 2010, simplemente se han estancado: en promedio, su PIB per cápita ajustado por inflación ha crecido menos del 0,1 % anual en los últimos 15 años.
Estos altibajos ponen de manifiesto los aciertos y errores de las economías en desarrollo en el primer cuarto de siglo y arrojan luz sobre lo que pueden hacer en los próximos años para trazar su propio progreso independientemente de lo que ocurra más allá de sus fronteras. Cabe recordar que dichas economías ahora tienen mayor influencia en los resultados de crecimiento en otras economías en desarrollo y, hoy en día, comercian cada vez más entre sí: más del 40 % de los bienes exportados por las economías en desarrollo se dirigen a otras economías en desarrollo, lo que equivale a más del doble de la proporción de 2000. También son una fuente cada vez más importante de flujos de capital, remesas y asistencia para el desarrollo destinados a otras economías en desarrollo.
Nuestro análisis indica que un aumento del 1 % en el crecimiento del PIB en las tres mayores economías en desarrollo —China, India y Brasil— impulsa el PIB de otras economías en desarrollo en casi un 2 % al cabo de tres años. Eso es solo la mitad del efecto del crecimiento en Estados Unidos, la zona del euro y Japón. En resumen, el bienestar de las economías en desarrollo sigue estando fuertemente ligado al crecimiento de las tres economías avanzadas más importantes. Sin embargo, la dependencia es menor que a principios de siglo, lo que supone una oportunidad para ellas.
Las economías en desarrollo no deben hacerse ilusiones sobre la lucha que les espera: los próximos 25 años serán más duros que los 25 anteriores. Necesitan un nuevo planteamiento que refuerce su capacidad para valerse por sí mismas y aprovechar las oportunidades de crecimiento allí donde se encuentren. Con las políticas adecuadas, algunos retos pueden convertirse en oportunidades. Dados sus vínculos comerciales más estrechos entre sí, las economías en desarrollo pueden cosechar importantes recompensas incrementando las reformas para atraer la inversión y profundizar los lazos comerciales y de inversión con estas economías. También pueden acelerar el crecimiento modernizando las infraestructuras, mejorando el capital humano y acelerando la transición climática.
Esa labor debe comenzar ahora, mientras la economía mundial se mantiene estable. Nuestras estimaciones apuntan a una expansión del 2,7 % este año y el próximo, el mismo ritmo que en 2024. Esta cifra es inferior al promedio del 3,1 % registrado en la década anterior a la COVID-19, pero podría ir acompañada de algunas tendencias positivas: un descenso previsto tanto de la inflación como de los tipos de interés. Sin embargo, en un momento de incertidumbre política mundial excepcionalmente elevada, las economías en desarrollo harían bien en no dar nada por sentado. Sería mucho más conveniente que redoblaran los esfuerzos para tomar las riendas de su propio destino.
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