Aproximadamente 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe en la actualidad. Abarcan una población muy heterogénea, pero comparten una historia común de invisibilidad y exclusión. Lo más fuerte detrás de esta exclusión, es que está tan enraizada en nuestras instituciones y en nuestra vida diaria, que se ha vuelto invisible.
Este es el motivo central del nuevo reporte regional “Inclusión de Personas con Discapacidad en América Latina y el Caribe: Un Camino para el Desarrollo Sostenible”, donde hacemos un llamado a los gobiernos, a los parlamentarios, a los maestros, a los empleadores, y a cada persona en nuestra región, incluyéndote a ti lector de este blog, a romper barreras. Porque ya no podemos seguir dejando atrás a esas 85 millones de personas con discapacidad.
Y como en otras formas de exclusión, las brechas comienzan con la educación: un 15% de los niños con discapacidad entre 6 y 12 años están fuera de la escuela. Muchos de los que asisten al salón de clases van a escuelas especializadas, segregadas del resto. Algunos se quedan en casa porque el estigma asociado a la discapacidad despierta el temor de los padres a que los discriminen o porque simplemente creen que no podrán aprender. En México, por ejemplo, alrededor de 4 de cada 10 personas con discapacidad (de 15 años o más) reportaron que nunca fueron a la escuela porque sus padres no lo consideraron necesario.
Así comienza, desde la infancia un mundo paralelo en donde los niños con discapacidad comienzan una vida invisible.
Y pasan los años, y es poco probable que los estudiantes con discapacidad estén en el liceo y la universidad, pues aquéllos que sí entraron a la escuela, la abandonaron en algún momento. Al comparar hogares en condiciones socioeconómicas similares, los niños con discapacidad son 21% menos propensos a terminar la escuela primaria, 23 % secundaria y 9 % la universidad.
Como si estos factores no fueran suficientes, hay uno que empeora aún más las condiciones de exclusión: pertenecer a una minoría étnica o racial. En América Latina y el Caribe, pertenecer a ciertos grupos sociales (ser, por ejemplo, una mujer indígena o afrodescendiente) se correlaciona con peores resultados socioeconómicos, una acumulación más baja de capital humano y una menor participación en los espacios de toma de decisiones. Por ejemplo, un niño afro-uruguayo con discapacidad tiene un 50 % menos probabilidades de terminar la escuela primaria que otro niño uruguayo no afrodescendiente y sin una discapacidad. Y esto ocurre en uno de uno de los países más igualitarios de nuestra región.
Fuera del mercado laboral
Llegamos así a la oficina, a la fábrica, o al lugar de trabajo, y es poco probable encontrar colegas con discapacidad. Pero esto no es sorprendente en una región donde una de cada dos personas con discapacidad está fuera del mercado laboral. Y aquéllos que sí lo están muchas veces son ignorados a la hora de otorgar ascensos, o de una forma inexplicable, ganan menos por hacer exactamente el mismo trabajo que otros sin discapacidad.
La identidad étnico-racial también magnifica las disparidades salariales: en Bolivia, un trabajador con discapacidad que se identifique como indígena o afrodescendiente gana un 20% menos que quienes comparten su identidad étnico-racial pero no reportan una discapacidad. Estas desigualdades se multiplican cuando se suman las disparidades de género. Las mujeres con discapacidad ganan 17.5% y 23% menos en Perú y Costa Rica, respectivamente, que otras mujeres.
La invisibilidad a veces surge del estigma y la discriminación que lleva a muchas personas a esconder su discapacidad. Aunque no existen datos regionales robustos, la evidencia global muestra que alrededor de cuatro de cada 10 personas con discapacidad psicosocial (vinculada con esquizofrenia) consideran necesario ocultar su condición cuando se postulan para empleos, puesto que los empleadores tienden a reaccionar negativamente a la revelación de la discapacidad de los candidatos.
Pero la discriminación también pega en espacios más íntimos. En El Salvador, por ejemplo, cerca de la mitad de los encuestados con discapacidad afirmaron haberse sentido discriminados por sus vecinos y 40 % por su propia familia.
Y la invisibilidad continúa en los espacios públicos inaccesibles, donde no hay personas con discapacidad usando el transporte público, disfrutando de los parques, circulando por las aceras, o visitando los museos. Y tampoco se les ve en los espacios de diálogo y toma de decisiones, en donde su invisibilidad surge de la negación de la capacidad jurídica y la falta de canales de participación accesibles.
Con el tiempo, esta invisibilidad forzada por estas innumerables barreras puede normalizar la idea de que las personas con discapacidad no pueden trabajar, ir a la escuela, tomar decisiones o transitar las ciudades en igualdad de condiciones.
Pero estas barreras se pueden destruir. Primero, mejorando el diagnóstico. Los gobiernos deben continuar mejorando la recolección y análisis de datos desagregados, iniciando con la ronda de censos del 2020 asegurando la adopción de los estándares internacionales como el Grupo de Washington y eliminando todo lenguaje estigmatizante. Segundo, fortaleciendo la voz y participación de las personas con discapacidad. Los parlamentarios deben eliminar las restricciones legales a la capacidad jurídica y reconocer el derecho al consentimiento libre e informado para el acceso a servicios de salud. Las organizaciones de las personas con discapacidad son actores claves y expertos en el tema. Tercero, mejorando la accesibilidad del transporte, espacios públicos, y las escuelas; conscientes que esto no solo beneficia a las personas con discapacidad sino a todos los ciudadanos. Y finalmente, combatiendo nuestros propios prejuicios para acabar con el estigma y la discriminación.
La pandemia de COVID-19 ha sido dura para todos los habitantes de la región. Pero también ha dejado en evidencia la vulnerabilidad de algunas personas en particular y la urgente necesidad de construir sociedades más inclusivas y resilientes. La pandemia ha expuesto las barreras físicas, sociales, mentales, legales e institucionales, que están dejado fuera a las personas con discapacidad en nuestra región. Sumemos esfuerzos y rompamos estas barreras al reconstruir nuestra región para salir de esta crisis, más fuertes, más resilientes, más inclusivos.
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