En los últimos diez años ha habido grandes avances en la equidad de género; la mortalidad materna disminuyó en un 10% a nivel global y el porcentaje de niñas que van a la escuela secundaria se incrementó en un 5%. Sin embargo, estos avances han venido a un ritmo más lento del que sería deseable. Hay cifras que son dramáticas, por ejemplo, en los países de ingresos bajos solo el 40% de las mujeres se incorpora al mercado laboral.
La pandemia ha hecho aún más urgente la lucha por la equidad de género. Si bien la COVID-19 nos ha golpeado a todos, sus consecuencias no se han sentido de manera igual. Por ejemplo, en las zonas remotas y más vulnerables de Kenia se encontró que el 16% de las niñas no volvieron a las escuelas una vez que estas fueron reabiertas, mientras que la cifra de deserción fue del 8% para los niños. Es decir, todos fueron afectados, pero las niñas lo fueron por partida doble. Sin embargo, el mayor impacto, desde la perspectiva de género, ha sido en términos del empleo y de la violencia de género.
Previo a la pandemia, se estimaba que una de cada tres mujeres había sufrido algún tipo de violencia de género. Durante la pandemia, el 54% de las mujeres señalaron haber percibido algún incremento en la violencia de género. Los mayores crecimientos en la percepción de violencia contra las mujeres se reportaron en América Latina, el Caribe y África subsahariana.
De igual forma, las mujeres reportaron un incremento mayor en las cargas de labores domésticas y de cuidados asociadas al cierre de las escuelas y la interrupción de otros servicios. En casi todos los países, las mujeres reportaron mayores tasas de trabajo sacrificado que los hombres por quedarse a cuidar a otros. Asimismo, en todas las regiones las mujeres reportaron mayores tasas de pérdida de empleo que los hombres; las brechas más importantes se dieron en el Oriente Medio, el Norte de África y América Latina y el Caribe.
¿Cómo corregir esto y cómo acelerar la ruta hacia la equidad? No es un tema sencillo, a pesar de que la equidad de género junto con algunos otros temas como el cambio climático han sido reconocidos como prioridades y como elementos centrales en la construcción de un mundo post COVID. El gran reto estriba no en el hecho de que la equidad de género sea un tema prioritario, sino en el cómo financiar las acciones que ayuden a cerrar la brecha entre hombres y mujeres. El asunto es que el gasto público tiene un componente inercial muy fuerte; los presupuestos solamente cambian de manera incremental de un año a otro. Eso ha llevado a que los funcionarios de las áreas de gasto se resistan a incorporar nuevos programas e iniciativas (¡a pesar de que hubieran sido identificadas como prioritarias al más alto nivel!) por la falta de espacio fiscal.
Por ello se volvió necesario traducir las preocupaciones en torno al género, al lenguaje y la forma de operar de los funcionarios encargados del gasto. Parecería ser un tema muy acartonado, pero el hecho de introducir conceptos como “presupuesto con contenido sensible al género” o el de modificar la contabilidad pública (uno de los temas más áridos que se puedan imaginar) ha permitido grandes avances. Para empezar, permite saber de entrada si el presupuesto identifica acciones de género. Segundo, el monto de los presupuestos que impactan los temas de equidad de género y tercero, monitorear los avances en estos programas.
Estos temas son menos obvios de lo que parecen, porque el gasto que podría ir a un rubro tradicional, infraestructura, por ejemplo, podría parecer a primera vista no tener ningún impacto en temas de género, esto no tiene por qué ser así. Por ejemplo, un estudio a través de grupos de enfoque, del Banco Mundial mostró que algunas mujeres en México tenían reticencias a incorporarse al mercado laboral por la falta de seguridad en el transporte público. Así, el gasto dedicado a mejorar la infraestructura del transporte público tendría impacto no solamente en la movilidad, sino que también crearía condiciones que podrían ayudar a las mujeres a incorporarse al mercado laboral.
Por ello no es sorprendente que la equidad de género se haya venido incorporando poco a poco en la formulación y en la ejecución de los presupuestos nacionales. En el año 2002, 40 países tenían algún elemento incipiente de género en su presupuesto, hoy son cerca de 80 los que ya tienen un presupuesto con elementos significativos de perspectiva de género.
De igual forma, el número de herramientas de gestión de las finanzas públicas que incorporan elementos de equidad ha venido creciendo de manera notable, por ejemplo, Botsuana realizó una evaluación de género hecha en abril pasado utilizando el Marco de Referencia para la Evaluación de la Gestión de las Finanzas Públicas (PEFA por su acrónimo en inglés). Esta evaluación les permitirá no solamente avanzar en la implementación de elementos de género en su presupuesto, sino que también les permitirá hacer una evaluación de programas puntuales, como el que provee incentivos para grupos tradicionalmente marginados del sistema de adquisiciones públicas, mujeres, jóvenes y personas con discapacidades.
La equidad de género es un objetivo de desarrollo central, pero también contribuye de manera muy importante a otros objetivos como la estabilidad, la resiliencia, la reducción de la pobreza, el crecimiento y la cohesión social. Se ha probado que los programas orientados a mejorar la educación y reducir la pobreza y la desnutrición infantil, funcionan mejor si las transferencias de recursos son enviadas a las mujeres.
La lucha por la equidad de género es un problema muy complejo y con muchas aristas, pero una forma de acelerarlo es introduciéndolo de manera decidida, clara y transparente en los presupuestos nacionales. Como alguna vez escuchamos decir a un alto funcionario: “En políticas públicas, lo que no está en el presupuesto es demagogia”.
Este blog se publicó por primera vez el 25 de julio en el diario El País, de España
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